En 1994, la Intel Corporation le encargó a Marilou Schultz una cobija que mostrara el motivo del microprocesador Pentium, y que debía tejer usando técnicas tradicionales aprendidas durante su infancia en la reserva. No por primera vez, se propusieron afinidades que relacionaban la estética navajo con la imagen del microchip, y que alineaban la experiencia del hábil artesano de textiles con los dedos ágiles de la mano de obra, por lo general femenina, que ensamblaba las placas de circuitos. A pesar de verse tentada por la idea de trabajar con información producida sin la intervención humana directa, Schultz continúa resistiéndose a los telares computarizados del tipo preferido por los artistas más jóvenes cautivados por nociones de la “creatividad computacional”.